miércoles, 7 de abril de 2010

Kseniya Simonova

Este video muestra a Kseniya Simonova, de 24 años, ganadora de "Ucrania tiene talento", dibujando una serie de cuadros sobre una mesa de arena iluminada, mostrando cómo la gente común fue afectada por la invasión alemana durante la segunda guerra mundial. Las imágenes, proyectadas en una pantalla grande, hicieron llorar a muchos en la audiencia. Simonova ganó el primer premio, US $130,000.00

La artista empieza creando la escena de una pareja sentada en una banca bajo el cielo estrellado. De pronto aparecen aviones de guerra y la escena feliz se borra para ser reemplazada por el rostro de una mujer llorando. Luego llega un bebé y la mujer sonríe otra vez. Una vez más, la guerra regresa y Kseniya tira caóticamente arena sobre todo, haciendo aparecer el rostro de una mujer joven.

Ésta se convierte, rápidamente, en una anciana viuda con el rostro arrugado y triste. Ante esta imagen se levanta "el Monumento al Soldado Desconocido". Esta escena de la calle es luego enmarcada dentro de una ventana, como si el observador estuviera mirando el monumento desde el interior de una casa.

En la escena final, aparecen una madre y un niño dentro de la casa; un hombre afuera, con las manos presionadas contra el vidrio de la ventana, está diciéndoles adiós.

"La Gran Guerra Patriótica", como se le conoce en Ucraina, tuvo como resultado la muerte de una de cada cuatro personas, con un total de 11 millones de muertos de una población de 42 millones.

Kseniya Simonova dice: “Para mí es difícil crear arte usando papel y lápices o pinceles; sin embargo, utilizando arena, mis dedos van mas allá de mí. El arte, especialmente cuando se usa la guerra como tema, hace que algunos miembros de la audiencia lloren. Y no hay mejor cumplido que éste”.

Por favor, tómense el tiempo para ver esta increíble pieza de arte.




miércoles, 6 de enero de 2010

El seminarista de los ojos negros


Miguel Ramos Carrion


EL SEMINARISTA DE LOS OJOS NEGROS


Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda casi roza el suelo.

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla: —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.

En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.

La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.

Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.

Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...